Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mí alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo.
“Hay nombres propios que empezamos a leer y aún sin llegar a su final ya nos están evocando alguna imagen desde la memoria. Es este el caso de Frankenstein. Rápidamente nos hacemos eco de un ser deforme, de su andar robótico y su cabeza atornillada por el cuello. Pero una cosa es la imagen transmitida por el cine y otra la aportada por Mary Shelley autora de la obra. Shelley nos relata la creación del físico Víctor Frankenstein (apellido que solemos usar para identificar el innominado monstruo por Mary) que él logra construir con partes anatómicas de distintos cadáveres para dar forma a un ser con capacidad de aprendizaje y con una movilidad asombrosa, al que dota de unos sentimientos que le animan a querer integrarse socialmente y que al ser rechazado opta como contrapartida a la extorsión violenta de su creador, para que al menos le evite vivir tan terrible soledad, proporcionándole una compañera a su imagen y semejanza. Sentimiento de soledad que a su vez inunda a su «Dios» Victor, como creador, ante el daño que su propia obra está provocando en sus familiares y amigos y las que resultarían si accediese a su petición.
Aunque escrita en 1816 su recomendable lectura adquiere toda su frescura en la actualidad solo con cambiar los experimentos realizados en aquella época en torno a la creación de vida usando la corriente galvánica, por los realizados en la actualidad en torno a la genética. Esperemos que los «Victor Frenkenstein» actuales, que seguro que los habrá, no se lleven el secreto de la creación a la tumba como lo hizo el protagonista de la novela.” (Javier González)
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