Para quienes heredamos los últimos vestigios de aquella iglesia decimonónica, El crimen del padre Amaro se convierte en un recordatorio de algunas frases en latín, de las reverencias a la clase sacerdotal, de los besos al trozo de cinto de cuero negro que le colgaba entre las piernas, del tañido de la campanilla cuando por la calle caminaban diligentes a dar la extremaunción. No es Amaro la mejor imagen para una institución que defiende las buenas costumbres sino la de esa doble moral, a la que también en la actualidad, el comportamiento de algunos de sus servidores se ha hecho acreedor. La confrontación entre las fuerzas del espíritu y de la carne son tratadas de forma magistral por Queirós en esta novela realista en la que aprovecha los amoríos de un cura de provincias para descarnar toda la hipocresía que engola al clero convirtiendo a Amaro no en víctima sino en autor del crimen.
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